Facultad de compensación (o adaptarse a la vejez en la era digital)

Fue ayer, a falta de fuerza y de paciencia suficientes, de precisión y de un oído capaz de detectar sonidos por debajo de su alcance natural, cuando el ser humano aprendió a valerse de los animales para suplir determinadas carencias. Con el correr de los años, una parte significativa de la humanidad aprendió también a valerse de la otra parte, la restante; aquellas personas que pudieran realizar las tareas que su falta de pericia les impedía llevar a cabo. Y entonces apareció la tecnología. El ser humano que llevó a cabo la primera distribución del trabajo se permitió el lujo de reflexionar, de comenzar a pensar acerca de cuestiones futuras que le proporcionasen seguridad, algo de placer y mucha comodidad. La tecnología permitió al ser humano obtener, entre otras muchas cosas, el tiempo, la fuerza, el oído, la vista y la memoria necesarios para optimizar los recursos que ya tenía a su alcance —como el andar o el habla— o aquellos que jamás poseería de forma innata —como volar o recordar para siempre el pasado ya vivido por otras personas (la escritura)—. Los utensilios de fabricación sencilla se volvieron más complejos y se transformaron en máquinas. Nació la precisión y también el desdén hacia quienes no pudiesen competir con ellas y superarlas... El ser humano, al dejar de ser imprescindible, fue delegando tareas a medida que inventaba nuevos sustitutos de sí mismo, capaces de equipararlo, cuando no superarlo, relegándolo para siempre al olvido...

 A día de hoy la mente humana interactúa con toda máquina de forma cotidiana. El ser humano recupera la consciencia en el preciso instante en que una alarma le rescata de sus sueños a una hora determinada y el día de un individuo sólo se apaga al cerrar los ojos, con independencia del tiempo real que se desarrolle fuera de su particular entorno. Esto, por supuesto, sólo sucede en un mundo donde la tecnología ha logrado suplir todas las posibles carencias que el ser humano ha creído detectar en sí mismo. Pero existen otros mundos, más allá del tecnológico y junto a él. Espacios vitales donde aún suena un despertador de campana, e incluso un gallo, y las destrezas que se pierden se compensan de otra manera: desarrollando nuevas facultades. Es lo que se conoce en psicología evolutiva como compensación de pérdidas y ganancias. Un lugar donde las máquinas sirven de complemento al ser humano, no de sustitutivo del mismo: el mundo de la vejez. Esa etapa temible a la que casi todos llegamos. El lugar de los verbos reflexivos


La vida. Ésta y todos los ciclos que la componen —infancia, adolescencia, edad adulta y vejez— forman parte de la Red, de la comunicación diaria que la inunda y de los temas a tratar que más importan a quienes la usan. Así mismo, la propia Red, la tecnología en sí, los instrumentos que el ser humano crea para su comodidad forman parte de nuestra vida.
El piano. Un buen pianista no sólo consigue tocar piezas con una increíble sensibilidad, destreza y precisión, sino a una velocidad pocas veces imitable. A medida que avanza el reloj vital, el pianista joven da paso al anciano y éste va transformando su capacidad para tocar deprisa en una nueva habilidad que requiere hacerlo de modo cada vez más lento. Aprender a tocar una pieza de otro modo, a menor velocidad, no es perder, no es mermar, es adquirir una nueva y valiosa facultad.
Escribir. Hacerlo de modo distinto, aprender a escribir con recursos diferentes, nuevos, incluso cambiantes, forma parte del ciclo vital de todo escritor. ¿Quién quiere vivir en un mundo en el que nadie le comprende y en el que no se le explica a uno nada de lo que sucede dentro y fuera de sí mismo? Escribir es transmitir, es crear y es servir a una causa mayor que la de afear o embellecer. Su arte no consiste en ser un ente puramente estético o en poseer una veintena de caracteres que posen superficialmente en el folio cual modelos para un espectador ausente y estático. Escribir es seguir adelante cuando uno descubre el abismo que se precipita en el margen de la hoja y no detenerse pese al temor que implica continuar, exponerse. 
Tocar. Pulsar una tecla cuando todos los músculos del cuerpo se ponen de acuerdo para pedirle a uno que pare. Escribir, tocar, vivir, pensar... como leer, es un acto de valentía.