Los adversarios del escritor

Imagen | Ajedrez
La deducción lógica a la que llega todo lector cuando lee un libro por vez primera es que el autor se vale de uno o más personajes para enfrentar ciertas situaciones y solventar muchos de los problemas que, en un momento dado, le surgen en relación con su entorno y con las personas que lo habitan.
No crea el lector que no he meditado mucho sobre este asunto o que quiero dañar gratuitamente al escritor con las bondadosas observaciones y cuidadas acusaciones que verteré a continuación. Nada más lejos de la realidad…
El autor gusta de crear tramas y existe en él una obsesiva propensión a involucrarnos en su caótico mundo del que, a decir verdad, casi nunca salimos ilesos. El lector convendrá conmigo en que, en efecto, así es, y que sin duda se trata de una gran injusticia. Ese abuso que se comete por parte del escritor es inadmisible, al servirse éste de personajes que, bien sabe, no sólo le representan a él, también a muchos de nosotros.
Nos utiliza. Sí, estoy convencida de ello. Como si de una partida de ajedrez se tratara, va colocando las piezas sobre el tablero, mientras éstas perecen a causa de sus maquinaciones… 
Coloca a sus adversarios y comienza a mover. A veces es él mismo aquel otro contra quien lucha, eso es cierto. Pero lo importante es que nosotros, los lectores, entramos al trapo siempre. Somos las cobayas de sus experimentos literarios. Presenta primero a uno, luego a otro, a dos más, a todos a la vez y nosotros nos dejamos embaucar…
Bien, pues esto tiene que terminar. No me parece nada ético lo que hacen los escritores para ganarse el pan. Conocer tan bien el mundo interior del lector debería estar penado por ley. Además, resulta cuando menos sospechoso que ningún centro de investigación científica haya dado a conocer datos y estén siempre dándonos largas con relación al tema. Deberíamos saber ya de dónde proceden sus poderes y qué peligros nos depara para el futuro la existencia de estos seres, que se fingen humanos cuando los lectores sabemos de buena tinta que no lo son. No, no intenten convencernos, los lectores hace mucho que no vivimos engañados. Pero los otros, los que nunca leen, tienen la insana costumbre de dar por hecho todo lo que se refiere a esos sujetos y no les interesan los entresijos, detalles y filias que poseen. Pues sepan que son peligrosos… ¡Ellos escriben!
Puede que no sepamos, a ciencia cierta, todas sus aficiones, sus gustos y perversiones, sólo conocemos algunas de sus manías, pero sabemos lo que hacen. Sus embustes son de sobra conocidos. No obstante, no son tan listos. Han dejado pruebas de sus fechorías en un millón de lugares, por todas partes. Sí, sí, abran si no me creen un libro cualquiera y verán que cuanto les comento es cierto, se nos ha intentado convencer de un hecho, o de varios, no lo descarten, por medio de algún personaje o pretendiendo hacer hablar a algún objeto inanimado. Son muy astutos, no se fíen…
Yo entiendo que el lector no va a ponerse a desenmascararlos él solo. En una situación así, uno teme por la propia seguridad de su mente, pero no podemos quedarnos de brazos cruzados tampoco, ya está bien de tanta impunidad. De eso se valen. Y, además, a veces los lectores nos centramos tanto en analizar la manera en que el autor ha creado su obra, que olvidamos cómo la recibimos quienes nos acercamos a ella. Son muchos los efectos que una obra puede tener sobre el lector, habida cuenta de que su autor siempre termina implicándole a uno en algún espinoso asunto. Piensen en ello. Háganlo antes de irse a dormir, no sea que se olviden…
Por otra parte, se habrá dado cuenta el lector que siempre hay una estrategia en todas las historias. Uno tiene la sensación de que el autor conoce demasiados aspectos de su vida íntima y los conoce tan bien que uno comprende, de inmediato, que le han hecho un seguimiento y luego han plasmado la vida de uno en unas hojas, dejando al descubierto líneas esenciales que desvelan su identidad. ¡No hay derecho! No se puede consentir que los escritores secuestren nuestra intimidad para crear su particular partida de ajedrez. Lo siento mucho, pero habremos de impedirlo. ¿Y qué podría uno hacer contra un escritor?, pensarán los lectores. Está claro, escriban su propia historia. Den ustedes el paso imprescindible, acérquense al abismo de sus mentes y salten.
Continuemos entonces, dejen que les explique a qué se enfrentan. El autor seduce a los incautos, logra que le lean, consigue sumergirles en cada escenario, en cada trama, en cada palmo de la hoja. Situándoles en ese rincón del papel en el cual se transforman en una pieza y, como todo el mundo sabe o debería saber, son muchos, los más peligrosos, quienes se sirven del ajedrez para perfeccionar sus estrategias. Por supuesto, no todos lo hacen bien, sólo unos pocos. Pero todos juegan.
El ajedrez ha sido y aún es un escenario a través del cual el autor decide muchos de los movimientos y acciones de sus personajes. La dama, que es una de las piezas más importantes del tablero, puede desencadenar fuertes discusiones que dan lugar a verdaderas contiendas. Esto lo sabe todo el mundo, así que dejen de hablar y no interrumpan…
Perder esta pieza es como perder la propia partida. Ella es el cerebro de la historia y el rey el corazón. Uno puede perder la cabeza y conseguir, sin embargo, permanecer en pie el tiempo suficiente para darle jaque al otro adversario. Pero, cuidado, arrinconar a la dama es como poner en serios aprietos al personaje principal. Su acción queda muy reducida, permitiéndole movimientos propios de una simple torre o de un modesto alfil. En ajedrez, ese lugar incómodo se denomina “rincón del triste”.

¡Triste posición para una dama! Habiendo en el tablero tantas buenas casillas para ubicar eficientemente una dama; esta pobre pieza ha tenido que confinarse en un rincón, sin esperanzas de intervenir en el resto de la lucha. (Tabla de Flandes)
Ahora ya lo sabe, si alguna vez se decide a escribir en una hoja, no olvide situar su reina en un lugar donde nadie pueda arrinconarla. Cambie si es preciso el bolígrafo por una estilográfica o retire el portátil de la mesa y coloque en su lugar la máquina de escribir, pero nunca, nunca coloque a la dama en el rincón del triste, porque habrá echado a perder su obra y, además, lo habrán desenmascarado. Sus páginas revelarán el abuso que ha cometido y será un escritor más, quizá uno menos… que se vale de sus personajes para convencer a los lectores incautos. Y todo se habrá perdido.
No importa mucho que un lector consumado sea un verdadero desastre a la hora de jugar al ajedrez. Tanto si uno puede definirse como un mero aficionado a este juego de estrategia, o si ha ganado ya algún campeonato en su más tierna infancia, nada de ello le pronostica un futuro halagüeño como escritor de ficción. Un verdadero escritor lucha contra el lector. Esto es así, asúmalo. Cree adversarios, colóquelos en alguna posición y ante la lucha que establezca con ellos, hable en sus hojas de sentimientos ambivalentes, de piezas enfrentadas, de personalidades y caracteres contrapuestos, pero nunca del lector, no coloque a la dama en una mala posición, a ella no. Sólo al resto del mundo…
Tener sentimientos enfrentados nunca fue exclusivo del escritor, pero esto no se lo confiese al lector en sus escritos, sería imperdonable. Le convertirá en un enemigo irrisorio al que no temerían leer ni los más pequeños de la casa. Háganme caso, enfréntense a sus escritos, enfréntense al mundo. Imagínense que poseen un trastorno de doble personalidad que intentan resolver todo el tiempo. Confío en que podrán hacerlo. Jueguen su propia partida. No pierdan el tiempo. Se acabó.