Historia de la Integración Europea

 
La asignatura Historia de la Integración Europea se imparte en el Grado en Geografía e Historia de la UNED. Su objetivo fundamental es proporcionar a los estudiantes una formación básica suficiente sobre el proceso de integración de Europa, uno de los factores fundamentales en el desarrollo histórico del Continente en el último siglo. 
El Proceso de Integración Europea abarca tres Fases diferentes:
I. Precursores intelectuales del europeísmo y primeras propuestas e iniciativas de concierto continental.
II. Construcción de la CE y el proceso de sucesivas ampliaciones del ámbito comunitario.
III. Evolución de la Unión Europea a partir del Tratado de Maastricht. 
Historia de la Integración Europea se sitúa en conjunción con otras tres asignaturas, la Historia Contemporánea I: 1789-1914, la Historia Contemporánea II: 1914-1989 e Historia del Mundo Actual, las cuales integran el conjunto de conocimientos requeridos en la titulación sobre la reciente Historia europea. El temario que se presenta tiene como objetivo que los estudiantes adquieran un conocimiento global, lo más completo posible, de lo acontecido en relación a este tema en sus aspectos institucionales, políticos, sociales, económicos y diplomáticos. El proceso de integración europea parte de la visión de una Historia compartida y una cultura común a los pueblos del Continente. De la vieja idea de que una Europa unida requería de una estructura de Imperio se pasó a otra, marcadamente liberal, que apuntaba a una colaboración entre los estados-nación. Tras los desastres provocados por la Primera Guerra Mundial, las iniciativas integracionistas se hicieron más presentes, al tiempo que ganaban popularidad entre las élites políticas e intelectuales. Tras la Segunda Guerra Mundial, el proyecto que había sido considerado como un ideal pasó a ser abordado como una necesidad para resolver tanto los problemas políticos como económicos que caracterizaron la posguerra. Desde entonces idealismo y necesidad han ido de la mano en el proceso de integración europeo, creando a menudo contradicciones entre el discurso y la práctica. Los conocimientos que se imparten en esta asignatura se estructuran en una Unidad Didáctica (Bibliografía básica), ya que con las otras asignaturas de Historia Contemporánea integra una visión plural de la evolución de Europa en las últimas décadas. Los contenidos de la Unidad Didáctica buscan el equilibrio entre una estructura temática de índole cronológica, a fin de seriar las etapas del proceso de integración con otra de carácter estructural que analiza los elementos de ese proceso tal y como se presentan hasta y desde la constitución de la Unión Europea. El Programa de la asignatura se organiza en los diez siguientes Temas.
PROGRAMA

I
LOS PRIMEROS PASOS DEL EUROPEÍSMO
LOS PRECURSORES
EL PANEUROPEÍSMO DE ENTREGUERRAS
LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL
EUROPA Y LA GUERRA FRÍA
EL PLAN MARSHALL Y LA OECE

II
EL ARRANQUE DE LOS PROCESOS DE INTEGRACIÓN
LAS VÍAS POLÍTICAS DEL EUROPEÍSMO
EL CONGRESO DE LA HAYA
EL MOVIMIENTO EUROPEO Y EL CONSEJO DE EUROPA
EL BENELUX
DE BRUSELAS A WASHINGTON: BÚSQUEDA DE LA SEGURIDAD COLECTIVA
LA DECLARACIÓN SCHUMAN

III
LA EUROPA DE LOS SEIS
LA CECA
LA COMUNIDAD EUROPEA DE DEFENSA
LA COMUNIDAD POLÍTICA EUROPEA
DE MESINA A ROMA
EL DESPEGUE DE LA EUROPA COMUNITARIA
LA ASOCIACIÓN EUROPEA DE LIBRE COMERCIO
LA EUROPA DE LAS PATRIAS
LA CONVENCIÓN DE YAUNDÉ
LOS PLANES FOUCHET Y EL TRATADO DE FUSIÓN

IV
LAS CRISIS DE LOS AÑOS SESENTA
EL ARRANQUE DE LA PAC
LA CRISIS DE LA SILLA VACÍA Y EL COMPROMISO DE LUXEMBURGO
LA CRISIS FRANCESA EN LA OTAN
EL VETO FRANCÉS AL REINO UNIDO
LA CUMBRE DE LA HAYA Y EL RELANZAMIENTO DE LAS COMUNIDADES
EL PLAN WERNER Y LA UNIÓN MONETARIA
LA COOPERACIÓN POLÍTICA EUROPEA
LA CONCRECIÓN DE LA PAC: EL PLAN MANSHOLT

V
DE LOS SEIS A LOS DOCE
LA PRIMERA AMPLIACIÓN
EL CONSEJO EUROPEO Y EL INFORME TINDEMANS
EL SISTEMA MONETARIO EUROPEO
LA REFORMA DEL PARLAMENTO EUROPEO
LAS RELACIONES EXTRACOMUNITARIAS EN LOS AÑOS SETENTA Y OCHENTA
AMPLIACIONES POR EL SUR
LA CRISIS DEL CHEQUE BRITÁNICO
LA INICIATIVA GENSCHER
COLOMBO Y LA DECLARACIÓN DE STUTTGART
EL PROYECTO SPINELLI

VI
EL CAMINO DE ESPAÑA A LA ADHESIÓN
DEL AISLAMIENTO A LA NEGOCIACIÓN
LA VINCULACIÓN COMERCIAL
FRENAZO EN EL MERCADO COMÚN
EL INGRESO EN LA COMUNIDAD

VII
HACIA LA UNIÓN EUROPEA
EL ACTA ÚNICA
EL PARLAMENTO EUROPEO, 1979-1994
EL GRUPO TREVI Y LA CONVENCIÓN DE SCHENGEN
EL PLAN DELORS Y LA UNIÓN ECONÓMICA Y MONETARIA
LA EUROPA DEL ESTE Y LA REUNIFICACIÓN DE ALEMANIA

VIII
DE MAASTRICHT AL EURO
EL TRATADO DE MAASTRICHT
LOS PROBLEMAS DE LA RATIFICACIÓN DE MAASTRICHT
CULMINACIÓN DE LA UNIÓN MONETARIA
DE LOS DOCE A LOS QUINCE
EL TRATADO DE ÁMSTERDAM

IX
DE LOS QUINCE A LOS VEINTISIETE
EL PARLAMENTO EUROPEO 1994-2004
LA GRAN AMPLIACIÓN DE 2004-2007
EL TRATADO DE NIZA
LA CARTA DE LOS DERECHOS FUNDAMENTALES

X
DE ROMA A LISBOA
LA CONSTITUCIÓN PARA EUROPA
LA UNIÓN EUROPEA OCCIDENTAL
LA POLÍTICA EUROPEA DE SEGURIDAD Y DEFENSA
DE LOMÉ A COTONOU
EL PARLAMENTO EUROPEO 2004-2014
EL TRATADO DE LISBOA
DESPUÉS DE LISBOA

 
ERASE UNA VEZ…
A lo largo de la Historia de Europa es posible apreciar una serie de coyunturas que marcaron hitos en la creación de una conciencia de comunidad continental, en torno a la construcción de unos principios civilizadores comunes. En tal sentido se puede interpretar la expansión del Imperio Romano, que dominó la Europa occidental y meridional a lo largo de más de mecho milenio, aunque también abarcaba el norte de África y la mayor parte del Oriente Próximo. La pax romana, si bien basada en un férreo control imperialista, permitió forjar una ciudadanía común en gran parte del continente y un largo y fecundo período de desarrollo civilizador, la Romanización, que sentó las bases de muchos de los más sólidos valores culturales europeos. Su heredero, el Imperio Bizantino, alentó similares proyectos de unidad cultural y política. Pero el fracaso en la «reconquista» del Oeste, emprendida por Justiniano en el siglo VI, relegó su dominio al Mediterráneo oriental y su influencia cultural al ámbito heleno y a los pueblos eslavos de Rusia y los Balcanes. Los últimos siglos del Imperio Romano fueron los de la expansión del cristianismo, una religión derivada del judaísmo, pero cuyos primeros teóricos supieron adaptarla a las convenciones culturales del mundo, greco-romano. Con su adopción como religión oficial del Imperio, a finales del siglo IV, y con la cristianización de los pueblos germánicos y eslavos, el cristianismo se convirtió en un elemento aglutinador de un modelo de «civilización occidental» que, para muchos, tendría en este hecho religioso la base de una suerte de comunidad cultural europea, trasmitida luego a otras muchas zonas del planeta a través del colonialismo. No obstante, el cristianismo fue también un elemento de división, ya que sus diversas iglesias, fruto de cismas sucesivos, alentaron conflictos sociales, disputas ideológicas y guerras de religión, que contribuyeron a abrir abismos entre los pueblos de Europa. Los «renacimientos» medievales encabezados por los emperadores Carlomagno y Otón I supusieron sendos intentos de monarquía europea —circunscrita en la práctica al espacio germano-italiano— que para triunfar hubieran requerido de estructuras estatales más sólidas en unos tiempos marcados en Europa por el feudalismo y la lucha por la supremacía entre el Trono y el Altar. Los Habsburgo de España y Alemania parecieron más cerca de este objetivo en el siglo XVI, en los orígenes de los Estados absolutistas. Pero su proyecto de monarquía paneuropea, o «universal», concebida prácticamente como un patrimonio familiar, se vio enfrentado a las guerras entre catolicismo y protestantismo hasta que la paz de Westfalia (1648) consolidó la división religioso-política de la Europa occidental y central.

SIGLO XVII
En esa época, sin embargo, surgieron los primeros intelectuales visionarios que proponían alguna forma de federalismo continental, destinado fundamentalmente a evitar los frecuentes conflictos bélicos. El monje francés Émeric Crucé (1623), en plena Guerra de los Treinta Años propuso como medios de establecer una paz general y la libertad de comercio para todo el mundo, una moneda común y una Asamblea permanente de los estados europeos, con sede en Venecia y ejército propio. El Duque de Sully (1638), aristócrata francés, publicó el Gran proyecto de Enrique IV, quien había planificado una reordenación territorial de una Europa de 15 estados regida por un Consejo de Europa, integrado por 6 Consejos regionales y un Consejo general. El alemán Gottfried Wilhelm von Leibniz (1677), propuso una UE gobernada por un Senado de representantes de los estados constituyentes. William Penn (1693) se mostraba a favor de crear unos Estados Unidos de Europa, como confederación de estados soberanos y parlamento común, la Dieta Europea, representados en proporción y con fuerzas armadas propias para imponer la paz en el Continente.
SIGLO XVIII
 La idea de “patriotismo” europeo comenzó a tomar cuerpo en la Ilustración. Montesquieu afirmaba que «Europa es un único país, compuesto por múltiples provincias». El abate Charles Irénée Castel de Saint Pierre propuso en su Proyecto de paz perpetua (1728) la creación de una Liga europea sin fronteras interiores, gobernada por un Senado de 24 miembros y con una unión económica. Immanuel Kant en plena Revolución Francesa (1795) proponía una Federación de Estados Libres bajo la forma republicana y una «ciudadanía universal» europea para evitar nuevas guerras. En Sobre la paz perpetua los derechos individuales aparecen fundados en el propio ser humano, pertenecen a él, son innatos e inhalienables, manteniéndose esto en la Teoría del Derecho, donde la persona es un ser que tiene derechos, donde el principio de libertad de los miembros de una sociedad, en cuanto hombres es el más radical y universal. Todo esto se estrellaba contra la realidad de las guerras y la división.
SIGLO XIX
Este siglo contempló el triunfo del imperialismo colonial, el proteccionismo económico y los nacionalismos particularistas, vinculados a la idea del Estado-nación (Francia napoleónica, la Gran Alemania, la Gran Serbia, etc). Aun así, Giuseppe Mazzini impulsó un proyecto para difundir los ideales de la revolución liberal en el Continente, pero sin asumir una plena integración federal, asegurando la independencia de los estados nacionales. La mayoría de los portavoces del federalismo europeo surgieron de las filas del “socialismo utópico”. Frente a la Europa organizada bajo la hegemonía francesa de Napoleón, el conde de Saint-Simón presentó, sin éxito, en el Congreso de Viena (1814) un proyecto que abogaba por una federación francobritánica, a la que se unirían Alemania una vez unificada y parlamentarizada, y que sería la base de un futuro Parlamento General Europeo que gobernaría el continente junto con un Gobierno federal con competencias económicas, educativas y sobre las infraestructuras. Las revoluciones de 1848 acentuaron la percepción de que era posible establecer lazos de cooperación y un destino común para los pueblos de Europa. Así, Víctor Hugo, en el Congreso Internacional de la Paz de París (1849) realizó una abierta propuesta de creación de los Estados Unidos de Europa. Victor Hugo, junto a Giuseppe Garibaldi, Mijaíl Bakunin (anarquista ruso) o John Stuart Mill, era miembro de la Liga de la Paz y la Libertad, asociación defensora del federalismo europeo creada en 1867. Otro socialista utópico, Joseph Proudhon desarrolló una visión de Europa como una “confederación de confederaciones”, que iniciaría la descentralización de los grandes Estados en pequeñas comunas locales, posibilitando la democracia participativa y un desarme general. Frente a estas visiones más o menos identificadas con el socialismo persistieron otras de índole cristiana, que veían en el nacionalismo paneuropeo la culminación de un designio religioso. La propia doctrina pontificia abundaba en la idea de la vinculación entre el éxito de la civilización europea y la fe cristiana. No había acuerdo entre los primeros teóricos del europeísmo sobre lo que debía entenderse por “Europa”, quitando los muy genéricos valores civilizadores. Unas veces quedaba fuera la Península Ibérica, el mundo eslavo, la Rusia de los zares, el territorio de los turcos otomanos, otras la insular Gran Bretaña, excluida o autoexcluida
SIGLO XX
En 1912, el francés Alfred Vanderpol organizó una Unión según principios cristianos, que extendiera los ideales pacifistas por el Continente, en la que participó uno de los futuros padres de Europa, el también francés Robert Schuman. En 1913, el empresario británico Max Waetcher fundó la Liga para la Unidad Europea, que promovía un modelo similar al de los Estados Unidos de América. Estos proyectos basados en el pacifismo convivían con otros de “pequeñas Europas”: Zollverein, unión aduanera de los estados alemanes, la Comisión Internacional del Danubio, que garantizaba la libertad de navegación fluvial. En el paso más tétrico, Friedrich Naumann en 1915: la Mitteleuropa, una confederación de la Europa central, desde Bélgica y Suiza hasta los Países Bajos y Ucrania, situada bajo el Reich alemán y convertida en el auténtico corazón político, cultural y económico del continente. Se convirtió en uno de los ejes teóricos del nacionalismo alemán…
1. LOS PRIMEROS PASOS DEL EUROPEÍSMO
    1.1. Los precursores:
           — Siglo XVII: Émeric Crucé (1623); Duque de Sully (1638); Gottfried W. Leibniz (1677)
           — Siglo XVIII: Montesquieu (1689); Charles Irénée C. de Saint Pierre (1728); Kant (1795)
           — Siglo XIX: Giuseppe Mazzini; Saint-Simón; Joseph Proudhon.
           — Siglo XX: Alfred Vanderpol (1912); Max Waetcher (1913); Friedrich Naumann (1915).
2. EL PANEUROPEÍSMO DE ENTREGUERRAS
La Primera Guerra Mundial representó un estallido colosal de xenofobia y ultranacionalismo en el seno de las sociedades europeas, que condujo a un terrible holocausto continental. Parecía que el sueño de la Europa unida quedaría definitivamente enterrado. Pero no fue así. Los sufrimientos de la población durante la contienda, las convulsiones sociales potenciadas por la Revolución Rusa de 1917 y su utopía comunista, la reconfiguración del Continente como un mosaico de estados-nación identitarios y mal avenidos y la expansión del pesimismo cultural que Oswald Spengler reflejó en su influyente ensayo La Decadencia de Occidente (1918 y 1922), llevaron a muchas conciencias la convicción, de que sólo un proceso de integración continental basado en el federalismo europeísta podría evitar una nueva catástrofe. 
2.1. La Unión Paneuropea 
Apenas terminada la Primera Guerra Mundial resurgieron las iniciativas. En 1919, el escritor Henri Barbusse impulsó el grupo Claridad, formado por intelectuales como Stefan Zweig, H. G. Wells y Ana tole France, empeñados en estimular el espíritu de conciliación entre los europeos. Desde el campo de la filosofía, José Ortega y Gasset animó a las élites continentales, en su libro La rebelión de las masas (1930), a canalizar los nuevos movimientos sociales en favor de la unidad europea. Y algunos políticos publicaron obras en las que, desde el campo liberal, defendían los ideales paneuropeos, como los franceses Gastón Riou {Europa, mi Patria) y Édouard Herriot {Europa), libros ambos de 1930, o el italiano conde Cario Sforza {Los Estados Unidos de Europa, 1929). Pero la primera iniciativa de entreguerras que permite rastrear los inicios del proceso de integración europea se debe al conde Richard Nikolaus Coudenhove-Kalergi. Nacido en Tokio como ciudadano austríaco, luego checoslovaco y más tarde francés, hijo de diplomático y diplomático él mismo, sus continuos cambios de residencia le facilitaron una visión cosmopolita que, tras conocer los horrores de la Gran Guerra, le acercó a la concepción del europeísmo como movimiento pacifista y superador de los nacionalismos. En 1922 fundó la Unión Paneuropea, con la misión fundamental de animar a las élites intelectuales y económicas a plantear alternativas, desde el cristianismo y el conservadurismo, al avance del comunismo soviético en Europa. 
Al año siguiente, Coudenhove-Kalergi publicó en Viena un breve libro que constituye uno de los hitos fundamentales del europeísmo: Pan-Europa. Su análisis partía de la consideración de que, tras la Gran Guerra, el Continente había perdido su papel hegemónico en el planeta frente a potencias emergentes extra-europeas como Estados Unidos y Japón, o como la Rusia soviética y el Reino Unido, a los que el conde no incluía en una futura Comunidad de naciones europeas. El remedio a esta decadencia era pasar «de la anarquía europea a la organización paneuropea», mediante el estímulo de una visión política y cultural de la identidad común de los habitantes del Continente. Su plan contemplaba la convocatoria de una Conferencia continental que estableciera un mecanismo de arbitraje para resolver los conflictos entre los estados. Seguiría luego el establecimiento gradual de una Unión Aduanera Paneuropea, paso previo a la constitución de los Estados Unidos de Europa, cuyos habitantes compartirían una ciudadanía común. La Europa federada contaría con un Parlamento con dos cámaras, una popular, elegida directamente por los ciudadanos, y otra federal, con un representante de cada estado miembro, veintiséis estados para los que Coudenhove-Kalergi preveía que mantuviesen ciertas cotas de soberanía, pero subordinada al mantenimiento global del sistema liberal-capitalista y a un modelo de seguridad continental, militar y diplomático, que impidiera futuras guerras. 
La Unión Paneuropea tuvo algún relieve durante los años veinte y treinta. Su primer congreso, reunido en Viena en octubre de 1926, congregó a unos dos mil asistentes, entre los que se encontraban varios jefes de gobierno e intelectuales como Rainier María Rilke, Benedetto Croce, Freud, Einstein y Ortega y Gasset. Sin embargo, Coudenhove-Kalergi priorizó el plano teórico, de difusión de ideas y principios, y su organización no asumió acciones específicas ante los estados, que llevaran al desarrollo práctico de sus propuestas. 
2.2. Las primeras iniciativas funcionalistas 
Sí lo intentaron otras iniciativas, ajenas al federalismo europeísta y centradas en limitados proyectos funcionalistas de carácter básicamente económico, a cargo de empresarios, economistas y políticos liberales y conservadores. Estas iniciativas, que constituyeron entonces los avances más sólidos en la consecución de los ideales paneuropeos, se desarrollaron mediante dos líneas de acción paralelas:
a) El estímulo a la regulación de las tasas de cambio y el impulso a las uniones aduaneras entre estados, que evitaran el proteccionismo y las guerras tarifarias. En 1921, Bélgica y Luxemburgo, pactaron una tasa de cambio fija para sus monedas respectivas y una política aduanera común, brindando un modelo de entente que animó la acción de los partidarios del librecambismo en todo el Continente. En octubre de 1925 surgió el Comité de Acción Económica y Aduanera, de ámbito exclusivamente francés, que defendía el librecambismo y la libertad de empresa en la economía europea. Lo presidió Jacques Lacour-Gayet, economista especializado en comercio y estrechamente relacionado con los medios gubernamentales de su país, a los que asesoraba en la Sociedad de Naciones.
En marzo de 1925, un grupo de personalidades económicas entre las que destacaban los franceses Charles Guide e Yves Le Trocquer hicieron público un manifiesto defendiendo la unión aduanera continental. A partir de esta iniciativa, en 1927 apareció el Movimiento para la Unión Aduanera Europea, que contaba con comités en quince países a finales de la década. Su propósito era «hacer de Europa, dándole conciencia de su unidad, un gran mercado libre abierto a la circulación de mercancías, de capitales y de personas». Ese mismo año, el economista galo Francis Delaisi presentó, en nombre del Movimiento, un memorándum a la Conferencia Económica Internacional propugnando una unión aduanera por etapas, ya que estimaba que la Europa occidental y la oriental tenían sistemas productivos muy dispares y era preferible llegar a la unión con distintas velocidades.
b) La formalización de cárteles empresariales supranacionales en la industria y el comercio. A lograr acuerdos de integración industrial entre las economías europeas se dirigieron los esfuerzos del industrial luxemburgués Emile Mayrisch, animador del llamado Círculo de Colpach, integrado por intelectuales y empresarios europeístas como André Gide, Paul Claudel, Karl Jaspers y Coudenhove-Kalergi. En mayo de 1926 Mayrisch fundó el Comité franco-alemán de Información y Documentación, con sedes en París y Berlín, y en septiembre de 1927 la Entente Internacional del Acero mediante la que animó a empresarios metalúrgicos de Francia, Alemania, Bélgica y Luxemburgo a crear un cártel internacional y a eliminar las barreras estatales a la libre circulación del carbón y el acero entre sus países, sentando el precedente de lo que luego sería la CECA. No obstante, la aparición de un cártel privado sin una intervención reguladora de los gobiernos tuvo el lógico efecto de reducir la competencia de las empresas no afiliadas y, tras extenderse al Reino Unido y a los Estados Unidos llegó a controlar el 90 por ciento de las exportaciones mundiales de acero en 1939.
En un plano más teórico destacaron políticos liberales como el británico Arthur Salter, defensor del librecambismo en su libro, de 1933, Los Estados Unidos de Europa y otros escritos, y Louis Loucheur, presidente de la sección francesa de la Unión Paneuropea, que teorizó sobre el papel de los cárteles internacionales en una unión económica continental, iniciada con la formación de poderosas uniones industriales franco-alemanas y colocada bajo la supervisión de la Sociedad de Naciones, para cuyo estudio impulsó entre los empresarios continentales un Comité Económico Paneuropeo que presidió Coudenhove-Kalergi.
2.3. El Memorándum Briand 
Aunque el proyecto de unificación económica fue el que realizó avances más serios en el período de entreguerras, resultaba evidente que sería imposible lograrlo sin un consenso político de los gobiernos europeos. Sobre todo cuando la crisis mundial iniciada en 1929 golpeó con dureza las economías continentales, provocando inmediatos reflejos proteccionistas —subidas tarifarias, política de contingentes, subvenciones estatales, etc.— que alejaron cualquier atisbo de integración económica. Para que ésta se diese a medio plazo era preciso, además, que existiera una generalizada voluntad política de superar las secuelas de la Gran Guerra, terminando con la ruina que generaba el pago de las cuantiosas reparaciones establecidas por los tratados de paz de 1919 para los países vencidos y renunciando estos a la exigencia de anulación de las dolorosas pérdidas territoriales con que habían sido castigados por los vencedores. Se dieron algunos avances en este terreno, como el acuerdo franco-alemán de Locarno (1925), que resolvió las diferencias entre vencedores y vencidos en la Europa occidental y valió el Premio Nobel de la Paz a sus principales negociadores, el francés Aristide Briand y el alemán Gustav Stresemann. Pero el malestar por el irredentismo territorial y la suerte de las minorías nacionales alógenas siguieron empujando a los estados a políticas agresivas de rearme como manifestación de la absoluta prioridad de los intereses nacionales frente a los continentales. Un rearme que fomentó la creación de sistemas regionales de seguridad —Entente Báltica, Entente Balcánica, Pequeña Entente, Protocolos Romanos— que no sirvieron para garantizar una paz continental que estuvo en creciente peligro tras la llegada al poder de Hitler en Alemania y su agresiva política revisionista. 
Aunque no era la tónica dominante en la Europa de entreguerras, hubo un puñado de dirigentes políticos que abrazaron fervientemente el europeísmo. Destacaron en ello los franceses Édouard Herriot y Aristide Briand, este último presidente de honor de la Unión Paneuropea. El 5 de septiembre de 1929, siendo ministro de Asuntos Exteriores de su país, Briand propuso en un discurso en la sede ginebrina de la Sociedad de Naciones, la elaboración de un pacto federal, base de una Unión Europea: «Pienso que entre los pueblos que están geográficamente agrupados, como los pueblos de Europa, debe existir una suerte de vínculo federal; estos pueblos deben tener, en todo momento, la posibilidad de entrar en contacto, de discutir sus intereses, de adoptar resoluciones comunes, de establecer entre ellos un lazo de solidaridad, que les permita, en los momentos que se estimen oportunos, hacer frente a las circunstancias graves, si es que surgen. Es precisamente éste el vínculo que quisiera esforzarme en establecer. Evidentemente, la Asociación actuará, sobre todo, en el terreno económico (...) Pero tengo la seguridad de que, desde el punto de vista político, desde el punto de vista social, el vínculo federal, sin menoscabar la soberanía de ninguna de las naciones que podrían formar parte de tal Asociación, puede serles beneficioso». 
Ante el impacto de su discurso, Aristide Briand recibió peticiones de la Sociedad de Naciones para que elaborase un documento más amplio. Con la colaboración de su segundo en el Ministerio, Alexis Léger —el literato Saint John Perse— y de Louis Loucheur para los asuntos económicos, el político francés redactó el «Memorándum sobre la organización de un sistema de Unión Federal Europea», conocido como el Memorándum Briand, que presentó a los gobiernos de veintiséis estados europeos en mayo de 1930: «Nadie hoy duda que la carencia de cohesión en la conjunción de las fuerzas materiales y morales de Europa constituye realmente el obstáculo más serio al desarrollo y la eficacia de todas las instituciones, políticas o judiciales, en las que están basados los fundamentos de organización universal de la paz. Es indudable que esta dispersión de los esfuerzos limita seriamente, en Europa, las posibilidades de ampliar el mercado económico, las tentativas de en intensificación y mejorar la producción industrial, y las garantías contra las crisis laborales, que son fuente tanto de la inestabilidad política como social. Además, el peligro de tal división crece por el tamaño de las nuevas fronteras (más de 20.000 kilómetros de .barreras aduaneras) que los tratados de paz han tenido que crear a fin de satisfacer aspiraciones nacionales en Europa. La misma actividad de la Sociedad de Naciones, cuyas responsabilidades son tanto más pesadas por el hecho de que es una organización mundial, podría encontrarse con problemas serios en Europa si estas divisiones territoriales no fueran contrapesadas inmediatamente por un esfuerzo de solidaridad que permita a las naciones europeas realizar por fin la unidad geográfica y alcanzar, en el marco de la Liga, un acuerdo regional que el Pacto (de la SDN) ha recomendado formalmente».
Aunque hacía hincapié en la cuestión de un sistema internacional de seguridad que evitara futuras confrontaciones continentales mediante una Conferencia Europea, como órgano básico de la Unión Federal, el Memorándum incidía también en lo fundamental de la unión económica —eran los momentos más duros de la Gran Depresión— defendiendo una política librecambista que facilitara «el establecimiento de un mercado común para la elevación al máximo del nivel de bienestar del conjunto de territorios de la Comunidad europea». 
A finales del verano, el documento tuvo entrada en la SDN pero, pese al entusiasmo que despertó en ciertos medios intelectuales y a la creación de una comisión de estudio en el seno de la Sociedad, sólo encontró silencio en los gobiernos del Continente y terminó siendo archivado. La muerte de Briand, en marzo de 1932, fue otro duro golpe para los partidarios del federalismo. Todavía en noviembre de 1938, coincidiendo con la Crisis de los Sudetes, un grupo de europeístas británicos, vinculados al Royal Institute for International Affaires, creó la Unión Federal, que dos años después llegó a contar con doce mil miembros y defendió entusiásticamente la federación de Francia y el Reino Unido. Pero, pese a estos esfuerzos, los ideales paneuropeos iban en contra de las tendencias triunfantes en un Continente que experimentaba el retroceso de la democracia, el auge de los fascismos, el más feroz nacionalismo económico de los estados y, pronto, las crisis internacionales que llevarían a una nueva guerra civil europea, desatada en septiembre de 1939. 
3. LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL 
Este conflicto pareció representar el fracaso de los ideales paneuropeos aunque a la postre, como sucediera en 1914-1918, funcionó como un motor de aceleración de los procesos de integración continental. Las victorias del Eje germano-italiano entre 1939 y 1942 trajeron una radical modificación del mapa continental, tanto para satisfacer los afanes expansionistas de las dos potencias fascistas como para atender los planteamientos revisionistas, con respecto a la Paz de París, de sus aliados húngaros, eslovacos, búlgaros o croatas, que supusieron la desaparición de Checoslovaquia y Yugoslavia. Y, en un primer momento, los intereses de la URSS, beneficiaria del reparto de Polonia con su aliado, el Tercer Reich, y de la anexión de los estados bálticos.
Sobre esta Europa remodelada, que iba desde los Pirineos hasta las proximidades de Moscú, los ideólogos nazis buscaron establecer el Nuevo Orden Europeo, es decir, la hegemonía la Gran Alemania, que entre 1941 y 1944 abarcó casi todo el espacio centroeuropeo, sobre un Continente, más que unificado, uniformado bajo las directrices del Tercer Reich conforme a la geopolítica de la Mitteleuropa. Más allá de la ocupación militar de los países vencidos, de los proyectos de colonización en el Este destinados conseguir «espacio vital» (lebensraum) para el pueblo alemán, o de las políticas de exterminio de minorías raciales, el Nuevo Orden se apoyaba en la existencia de dictaduras filonazis de partido único, fascista o conservador fascistizado, en el apoyo militar y político de estos regímenes ,a la guerra mundial mantenida por el Eje contra los Aliados y en la subordinación de las economías nacionales a los intereses de Alemania. En este último sentido, el embajador alemán en la Francia de Vichy, Cecil von Renthe-Fink obtuvo el apoyo del ministro de Asuntos Exteriores, Joachim von Ribbentrop, para lanzar un plan de Unión Económica europea, que suponía la desaparición de las aduanas interiores, la creación de un Banco Central Europeo con sede en Berlín y acuerdos sobre intercambios comerciales, explotación de recursos y contingentes de mano de obra que hubieran asegurado el control germano sobre la economía europea. Pero para entonces, en 1943,. el Reich empezaba a perder la guerra. Frente al Nuevo Orden, las fuerzas democráticas organizaron la Resistencia antifascista en los países ocupados, que mantuvo en jaque durante años a los ejércitos del Eje y elaboró proyectos políticos que pasaban, fundamentalmente, por la restauración de la soberanía nacional bajo condiciones políticas muy diversas, según sus defensores fuesen o no comunistas. Pero también el paneuropeísmo cobró fuerza entre muchos resistentes ante la evidencia de que, por segunda vez en una generación, la desunión de los pueblos europeos y la exacerbación de los nacionalismos habían conducido a una destructiva guerra mundial. 
A la izquierda, Hans y Sophie Scholl
con Christoph Probst,
los tres de la Rosa Blanca, en 1942
En la Europa occidental ocupada, los ideales federalistas se abrían paso entre una Resistencia intelectual vinculada en buena medida al personalismo, un movimiento filosófico y ético, y en especial a la revista Esprit, fundada en 1932 por el principal representante de la corriente, Emmanuel Mounier y que influyó sobre diversos grupos de defensores dé la cooperación democrática entre los pueblos de Europa, incluido el formado en Alemania por Harro Schulze-Boysen en torno a la revista liberal Der Gegner (El Adversario). El comiendo de la guerra mundial y el pacto germano-soviético animaron un viejo, pero inconcreto proyecto de unión federal franco-británica. Sus impulsores fueron Jean Monnet, un empresario francés que había jugado un destacado papel en los inicios de la SDN y que presidía el Comité de Coordinación Franco-británica y el historiador inglés Arnold J. Toynbee, vinculado al grupo de la Unión Federal. Cuando, en la primavera de 1940, se activó el frente occidental con la. invasión alemana de Bélgica y Holanda, Monnet propuso al Gobierno británico hacer realidad la federación. Con ayuda de Arthur Salter, René Pleven y Robert Vasintart, redactó un proyecto de Unión Franco-británica que incluía unificación económica y de la defensa y una ciudadanía común. El primer ministro británico, Winston Churchill, lo aceptó y así lo hizo público:
«El Gobierno del Reino Unido y el de la República Francesa desean hacer esta declaración de indisoluble unión e inquebrantable resolución en defensa de la libertad.y de la independencia frente a la sujeción a un sistema que pretende imponer una vida de robots y esclavos. Los dos Gobiernos declaran que Francia y Gran Bretaña no serán en adelante dos naciones, sino una. Se creará una Unión Franco-Británica. Cada ciudadano de Francia gozará inmediatamente de la ciudadanía británica y cada súbdito británico será ciudadano de Francia». 
Pero al día siguiente, el presidente del Gobierno francés, Paul Reynaud, no logró que fuera aprobada la Unión en un Consejo de Ministros en el que se acordó solicitar el armisticio a los alemanes. Era el final del sueño de Monnet. El nuevo Estado surgido de la derrota, la Francia colaboracionista del mariscal Pétain, no mostró el más mínimo interés en seguir avanzando hacia la integración con el Reino Unido de Churchill. En Italia, un antiguo comunista, Altiero Spinelli, fue el impulsor del Manifiesto para la unión de los pueblos libres de Europa, conocido como Manifiesto de Ventotene, por el nombre del penal para presos políticos donde se realizó su primera redacción, en junio de 1941. El Manifiesto, reelaborado en 1943, preconizaba «una Europa libre y federal» basada en los siguientes principios: «ejército federal único, unidad monetaria, abolición de las barreras aduaneras y de la limitación de la emigración entre los estados pertenecientes a la Federación, representación directa de los ciudadanos ante las instancias federales, política exterior única (...) El problema que debe resolverse en primer lugar, y sin lo cual otro avance es mera apariencia, es la abolición definitiva de la división de Europa en estados soberanos nacionales». 
Tras su liberación a la caída de Mussolini, Spinelli y su colaborador Ernesto Rossi, fundaron en Milán, en agosto de 1943, el Movimiento Federalista Europeo
4. EUROPA Y LA GUERRA FRÍA 
Durante los años de la Guerra Mundial, el mundo se había dividido en dos bandos enfrentados, con pocas excepciones de países neutrales. Por un lado, el Eje Roma-Berlín-Tokio y sus estados satélites, comúnmente identificado como el campo «fascista». Por otro, la Gran Alianza formada por los Estados Unidos, la Unión Soviética, la Comunidad Británica de Naciones (Commonwealth) y los gobiernos europeos en el exilio, que sostenían su legitimidad frente a los regímenes colaboracionistas establecidos en sus países por el Eje. Uno de los objetivos de los Aliados era la remodelación de Europa al finalizar la guerra. Norteamericanos, soviéticos y británicos, «los Tres Grandes», asumieron el papel de un directorio mundial para planificar un el futuro posbélico. En las sucesivas conferencias interaliadas, los dirigentes de los tres estados fueron señalando las condiciones de la posguerra, que tendrían como base teórica la Declaración de la Europa Liberada, acordada por Roosevelt, Stalin y Churchill en la Conferenciare Yalta (febrero de 1945), y que establecía el modelo de democracia pluralista, con elecciones libres, como eje de los sistemas políticos del Continente: «El establecimiento del orden en Europa y la reconstrucción de sus economías nacionales deberán lograrse mediante procedimientos que permitan a los pueblos liberados destruir los últimos vestigios de nazismo y fascismo y crear las instituciones democráticas que ellos mismos elijan. Tales son los principios de la Carta del Atlántico: el derecho de todos los pueblos a elegir la forma de gobierno bajo la que desean vivir, la restauración de los derechos de soberanía y autogobierno a todos estos pueblos a quienes se privó a la fuerza de ellos por las naciones agresoras. A fin de crear las condiciones en las cuales estos pueblos liberados puedan ejercer esos derechos, los tres gobiernos asistirán conjuntamente a los pueblos de cualquier Estado europeo liberado o antiguo Estado del de Eje cuando estimen que las condiciones así lo exigen. Esta ayuda consistirá en: 1.º restablecer la situación de paz interna; 2.º tomar medidas de emergencia para aliviar a los pueblos atribulados; 3.º formar gobiernos provisionales ampliamente representativos de todos los sectores democráticos de la población, que se comprometan a restablecer, lo antes posible, mediante elecciones libres, gobiernos que sean la expresión de la voluntad popular; 4.º facilitar donde sea necesario la celebración de tales elecciones».
Sin embargo, en Yalta y, sobre todo, en la Conferencia de Postdam (julio-agosto de 1945), lo que se ventilaba era un reparto de influencias sobre el Continente —los bloques— a cargo de las dos nuevas superpotencias globales, Estados Unidos y la Unión Soviética. El Reino Unido, el tercer miembro de la Gran Alianza, sería una potencia menor, volcada en la conservación de su imperio colonial y asociada a las políticas estadounidenses. Se modeló así, hasta 1990, la fractura continental. Una Europa del Este liberada del nazismo por los soviéticos y en la que se impondría el modelo estalinista de democracia popular, con dictadura del partido comunista local. Y una Europa del Oeste bajo la hegemonía más laxa de los Estados Unidos, sustentada tanto en democracias pluralistas, pero anticomunistas —la mayoría de los estados del bloque— como en dictaduras conservadoras, caso del Portugal salazarista, de la España franquista o de la Grecia de los coroneles. 
De esta forma, Ja Gran Alianza antifascista actuante entre 1941 y 1945 se disolvió rápidamente en una «guerra fría» a escala planetaria entre los dos bloques prestos a combatirse con las armas. En Europa, las nuevas condiciones vinieron marcadas por la disparidad creciente en los modelos políticos del Este y del Oeste, por la consolidación de sistemas económicos y sociales muy distintos, genéricamente identificados como «capitalista» y «comunista» y por la división del Continente en sendos espacios geoestratégicos, con fuerte presencia militar norteamericana y soviética a ambos lados de una línea fronteriza impermeable, que Winston Churchill bautizó como «el Telón de Acero» en su famoso discurso de la Universidad de Fulton (Missouri), en marzo de 1946. 
Devastada por la guerra y dividida por la paz, Europa era vista desde los Estados Unidos como el más importante aliado en su confrontación global con la Unión Soviética, tanto por su potencial económico y su valor estratégico como por la extensión de sus dominios coloniales y su influencia moral en muchas zonas del planeta. Sin embargo, una buena parte del Continente estaba en trance de constituirse en democracias populares prosoviéticas, lo que les convertía en más que potenciales adversarios del bloque geopolítico al que los propagandistas norteamericanos definían como «el mundo libre». Los países de la Europa occidental que se alineaban en este último no parecían en condiciones de hacer frente a los retos que les planteaban el enfrentamiento global de las dos superpotencias y las tensio¬nes que implicaba el inicio de los procesos de descolonización. Cuando, en febrero de 1947, Londres comunicó a Washington que no podía mantener la ayuda a los gobiernos de Grecia, Turquía e Irán, entonces en lucha contra movimientos armados de inspiración soviética, la Administración norteamericana asumió que tenía que adquirir un mayor protagonismo, militar y político, en ámbitos planetarios que, hasta entonces, habían pertenecido a la esfera de hegemonía europea. 
Un mes después, el presidente norteamericano solicitó al Congreso medios económicos para derrotar al comunismo allí donde los europeos fuesen incapaces de hacerlo: «Creo que los Estados Unidos deben practicar una política de ayuda a los pueblos libres que se resisten hoy en día a los intentos de subyugación por minorías armadas o por presiones exteriores. Creo que debemos ayu¬dar a los pueblos libres a que configuren sus propios destinos a su propia manera. Creo que nuestra ayuda debe producirse, en primer lugar, en una asistencia económica y financiera indispensable para su estabilidad econó-mica y el normal funcionamiento de sus instituciones políticas». 
Un ámbito fundamental de actuación de la política exterior norteamericana, a partir de esta enunciación de la Doctrina Truman de contención del comunismo, era la Europa occidental y central. Países de la importancia de Francia, Italia o Austria podían acabar alineados en el campo estalinista de persistir en ellos las condiciones de miseria y estancamiento económico de la posguerra, que favorecían el crecimiento de sus potentes partidos comunistas prosoviéticos y les daban protagonismo en gobiernos y parlamentos.

La Doctrina Truman puso de relieve el interés norteamericano en potenciar la recuperación económica de Europa, vinculándola a la economía de mercado, a la democracia pluralista, pero con exclusión de los comunistas de las áreas de gobierno, y a la solidaridad con los planteamientos estratégicos del «mundo libre» tal y como se contemplaba desde Washington. A estas consideraciones de tipo político se unía la necesidad de la economía estadounidense de recuperar rápidamente el mercado europeo. La guerra mundial había extremado las diferencias entre la rica economía norteamericana y la europea, abocada a una situación ruinosa. Si en 1946 el PIB de los Estados Unidos era un 80 por ciento superior al de 1938, en Francia había caído un 46 por ciento, en Italia, el 40 y en Alemania, el 71. Dos tercios de las reservas mundiales de oro estaban en depósitos norteamericanos. En 1946-47, EE.UU. exportó a Europa cuatro veces lo que importó y ello no sólo suponía un obstáculo para la recuperación económica del Viejo Continente, sino que su creciente endeudamiento amenazaba con la insolvencia europea al tiempo que las propias ventas norteamericanas se veían en peligro ante la debilidad del consumo de unos países arruinados por la guerra y siempre escasos de dólares. 
5. EL PLAN MARSHALL Y LA OECE 
Motivos humanitarios, intereses económicos y planteamientos de estrategia militar global coincidieron para decidir a la Administración Truman a intervenir en apoyo de la recuperación de la economía europea. El 5 de mayo de 1947, el secretario de Estado norteamericano, general George Marshall, pronunció un discurso en la Universidad de Harvard, en el que manifestó su preocupación por la situación europea: «las necesidades de Europa en los próximos tres o cuatro años de alimentos y otros productos esenciales del exterior son tan superiores a su actual capacidad de pagarlos, que su dilema es recibir ayuda suplementaria o enfrentarse a una grave crisis económica, política y social (...) Cualquier gobierno que necesite ayuda para la recuperación económica encontrará total cooperación por parte de los Estados Unidos de América». 
Para ello, «un gran número de naciones europeas, si no todas» tenían que elaborar un programa conjunto de reconstrucción económica, en el que el Gobierno norteamericano colaboraría «en la medida de lo posible». Días después, Marshall creó una Oficina de Planificación para impulsar el Programa de Reconstrucción Europea (PRE), el popularmente conocido como Plan Marshall. Al frente de la oficina puso a uno de sus asesores, el diplomático George Kennan, quien, según relató luego en sus Memorias, estableció tres líneas de actuación sobre la economía europea: 
«a) Establecer el principio de que los europeos deben tomar la iniciativa en la presentación de un programa y asumir la responsabilidad central del mismo.
b) La insistencia en que la oferta debía hacerse a toda Europa: si alguien había de dividir el Continente serían los rusos con su respuesta, no nosotros con nuestra oferta
c) El énfasis decisivo puesto en la rehabilitación de la economía alemana y la introducción del concepto de la recuperación alemana como componente vital de la recuperación de Europa en general».
Conforme a estos propósitos, y estando implícita la contrapartida de un alineamiento antisoviético, Washington ofreció el PRE a los europeos. Para gestionar la ayuda desde los Estados Unidos, Truman creó la Administración de Cooperación Económica, a cuyo frente puso al empresario Paul Grey Hoffman. Por su parte, en Europa hubo inmediata respuesta a la oferta. Apenas escucharon el discurso de Marshall en Harvard, los responsables de la política exterior británica y francesa, el laborista Ernest Bevin y democristiano Georges Bidault, le comunicaron su disposición a poner en marcha la cooperación europea. Para ello invitaron a una Conferencia continental, reunida en París entre julio y septiembre de 1947 a los gobiernos de veintidós países, todos los de Europa excepto España, la Alemania ocupada y la URSS. Esta, por boca de su ministro de Exteriores Molotoy, había rechazado ya sumarse al Programa, alegando que se trataba de «una maniobra de ciertas grandes potencias» y que los países que lo aceptasen hipotecarían su independencia al admitir la hegemonía norteamericana. Checoslovaquia y Polonia, que en principio adelantaron su adhesión, fueron «aconsejadas» por Moscú para que la retiraran, al igual que los restantes países de su zona de influencia. 
Los dieciséis estados presentes en Conferencia de París establecieron un Comité para la Cooperación Económica Europea (CCEE) que el 22 de septiembre presentó en Washington el desglose de la ayuda solicitada, unos 22.000 millones de dólares. Tras el estudio de las diversas partidas a cargo de las comisiones del Congreso de los Estados Unidos, se utilizó la Ley de Ayuda Exterior para liberar un total de 17.000 millones, que la Administración demócrata entregaría a los países beneficiarios durante los cuatro años de vigencia del PRE. Estos acordaron, a su vez, convertir el CCEE en un organismo de mayor alcance, la Organización Europea de Cooperación Económica (OECE) con capacidad para coordinar las políticas que permitieran la aplicación de los fondos del Plan Marshall a las economías nacionales. La OECE se creó en París, en abril de 1948, y su primer secretario general fue el francés Robert Marjolin, un economista formado en la Universidad de Yale. La Organizaciánincluía a los países solicitantes de la ayuda norteamericana: Austria, Bélgica, Dinamarca, Francia, Grecia, Holanda, Irlanda, Islandia, Italia, Luxemburgo, Portugal, Reino Unido, Noruega, Suecia, Suiza y Turquía. Y figuraba como candidata la República Federal Alemana, que entonces daba los pasos necesarios para su constitución, en mayo de 1949, sobre las zonas de ocupación militar norteamericana, británica y francesa. 
Durante la vigencia del Plan Marshall, Washington aportó un total de 12.817 millones de dólares a la reconstrucción europea, casi todos en forma de donaciones a fondo perdido. Con ellos, los países de la OECE adquirieron en Estados Unidos materias primas por 3.500 millones, petróleo por 1.600, trigo por 1.700, o maquinaria y productos metalúrgicos por 1.000 millones. La cuarta parte de las ayudas, sin embargo, se destinó a la adquisición de material de guerra, del que los norteamericanos acumulaban enormes stocks.
La OECE cumplió adecuadamente sus fines de recuperar el crecimiento de la economía de sus miembros y la prosperidad de sus sociedades. En primer lugar, distribuir entre los países miembros la ayuda norteamericana en función de demandas concretas, inyectando una masa de dólares en las economías nacionales. Luego, organizar un sistema multilateral de pagos. La convertibilidad del dólar y de las monedas europeas se reguló mediante la Unión Europea de Pagos, de septiembre de 1950, que fijó una tasa multilateral de intercambio monetario cuyo control se asignó al Banco de Pagos Internacionales. La Organización asesoró también a los gobiernos en la liberalización de las estructuras del comercio europeo, sujeto en gran medida a acuerdos bilaterales entre organismos estatales, a fin de ir hacia un área de librecambio que aumentara los flujos comerciales a ambos lados del Atlántico. Se concedió una atención especial a la importación de maquinaria industrial y agrícola, fundamental tras las destrucciones de la guerra mundial. Y la economía de la Alemania occidental, uno de los objetivos básicos del Plan Marshall, superó con bastante rapidez las enormes destrucciones de la guerra y pronto se encontró en condiciones de incorporarse al concierto de la integración continental. 
Todas estas líneas de actuación fueron implementadas en un breve plazo con razonable éxito. El déficit en el comercio europeo con Estados Unidos pasó de 8.000 a 2.000 millones de dólares, el comercio continental se duplicó en seis años y se pudo paliar la escasez de dólares que tanto había lastrado el crecimiento de la economía continental en los primeros años de la posguerra. Cuando concluyó la aplicación del Plan Marshall, en 1951. la economía de la Europa occidental —con la excepción de la marginada España franquista— había superado ampliamente losjaiveles anteriores a la guerra mundial, cuyas cicatrices, al menos en este aspecto, estaban prácticamente cerradas. 
Existía unanimidad entre los miembros de la OECE para mantenerla actuante más allá del período de vigencia del PRE. Pero había surgido ya una manifiesta disparidad de visiones entre los partidarios de limitar los fines de la Organización a la cooperación intergubernamental para la regulación monetaria y el estímulo del comercio internacional —caso del Reino Unido, Suiza o los países escandinavos— y quienes, con Francia y los estados del Benelux a la cabeza, querían convertirla en plataforma de un proceso de unificación económica continental en toda regla, que comenzara con una unión aduanera. Quien defendía con mayor fuerza la primera opción era el Reino Unido, cuyos políticos y empresarios deseaban un reforzamiento de los lazos económicos con la Europa continental, pero sin que ello pusiera en riesgo el exclusivo sistema comercial de la Commonwealth ni la relación bilateral «especial» que Londres buscaba mantener con Washington. De ahí su oposición cerrada a una unión aduanera europea que hubiera anulado su independencia comercial y que era, sin embargo, la vía lógica de progreso de la OECE. 
Desde mediados de los años cincuenta, por lo tanto, la Organización se encontró en un punto muerto, ya que los partidarios de avanzar en la integración económica eran conscientes de que tendrían que prescindir del Reino Unido y de que Suiza y los países escandinavos tampoco les acompañarían en esa vía. La creación de las tres Comunidades Europeas hizo, además, innecesario cualquier intento de potenciar el carácter europeísta de la OECE. Que incluso dejó de ser una institución puramente continental cuando, en 1961, ingresaron Estados Unidos y Canadá —Japón lo_hizo tres años después— y se transformó en la Organización de Cooperación y Desarrollo Económicos (OCDE), una suerte de club mundial de países industrializados.  
Fuente: GIL PECHARROMÁN, J. Historia de la integración europea. UNED. Madrid. 2011. pp. 11-12. 

BIBLIOGRAFÍA BÁSICA CORRESPONDIENTE A ESTA ASIGNATURA
GIL PECHARROMÁN, J. Historia de la integración europea. Editorial UNED. Madrid. 2011. 296 pp. (Material Básico para la asignatura: “Historia de la integración europea”) Desde hace más de medio siglo, los pueblos de Europa vienen protagonizando un proceso de integración económica y política que buscaba hacer del continente un espacio armonizado en el que los diversos estados ceden crecientes cuotas de su soberanía a una organización común, que conocemos hoy como la Unión Europea. Este libro expone la historia de los procesos de integración, con sus diversas etapas de avance institucional, las disensiones y crisis que jalonan su desarrollo, los frutos del paulatino consenso comunitario y la evolución de la conciencia europeísta en los países del Continente. Tema 1. Los primeros pasos del europeísmo / Tema 2. El arranque de los procesos de integración / Tema 3. La Europa de los Seis / Tema 4. Las crisis de los años sesenta / Tema 5. De Los Seis a Los Doce / Tema 6. El camino de España a la adhesión / Tema 7. Hacia la Unión Europea / Tema 8. De Maastricht al euro / Tema 9 De los Quince a los Veintisiete / Tema 10. De Roma a Lisboa.
BIBLIOGRAFÍA COMPLEMENTARIA
COMENTARIOS Y ANEXOS
Ricardo M. Martín de la Guardia y Guillermo A. Pérez Sánchez (coords.), Historia de la integración europea, Barcelona, Ariel 2001
Manuel Ahijado Quintillán, Historia de la unidad europea. Desde los precedentes remotos a la ampliación al Este, Madrid, Pirámide, 2000
Mª Isabel Bringas López y Emilio J. Rodríguez Pajares (coord..), Cincuenta años de historia de la integración europea, 1951-2001, Burgos, Universidad Popular para la Educación y Cultura de Burgos, 2001
Carlos Flores Juberías (dir.) Europa, veinte años después del Muro, Plaza & Janés, Barcelona, 2009
Desmond Dinan, Ever closer Union. An introduction to European Integration, Palgrave-McMillan, London, 2005, 3ª ed.
Elizabeth Bomberg, John Peterson and Alexander Stubb, The European Union: How does it work?, Oxford University Press, 2008, 2ª ed.
Fraser Cameron, An introduction to European Foreing Policy, Routledge, London, 2007
Andrew Cottey, Security in New Europe, Palgrave-McMillan, London, 2007
Francisco Aldecoa Luzarraga, La integración europea: análisis histórico-institucional con textos y documentos. Madrid, Tecnos, 2002.
Sonia Piedrafita, FedericoSteinberg y José Ignacio Torreblanca, 20 años de España en la Unión Europea (1986-2006). Madrid, Real Instituto Elcano, 2006.
Ramón Tamames y Mónica López Fernández, La Unión Europea, Madrid, Alianza Editorial, 2002
Rogelio Pérez Bustamante, Instituciones de la Unión Europea (1951-2007). Madrid, Edisofer, 2007. 
LECTURAS RECOMENDADAS 
Jean Monet, Los Estados Unidos de Europa han comenzado. La Comunidad Europea del Carbón y del Acero. Discursos y alocuciones, 1952-1954, Madrid, Encuentro, 2008
Robert Schuman, Por Europa, Madrid, Encuentro, 2006
Fidel Sendagorta, Europa entre dos luces ¿declive o resurgimiento? Madrid, Biblioteca Nueva, 2007
Sally McNamara, EU Foreign Policymaking Post-Lisbon: Confused and Contrived in Heritage Foundation, March, 2010Anne Seith, The Future of the Euro. Moment of Truth for Europe's Common Currency. Der Spiegel, 19.03.2010
SITIOS WEB
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