Imagen | Sylvia Plath (Elitism Style) |
Me atormenta, como a cualquier lector, observar la cantidad de libros que desbordan los estantes de mi biblioteca — y, dicho sea de paso, los de las bibliotecas públicas también — . Saber que aún no he leído ni la cuarta parte de ellos y que, sin duda, jamás podré leer todos cuantos me había propuesto al comenzar el año. Pero me atormenta — mucho más, si cabe — pensar en todos ellos como si de un escritor frustrado se tratase, con la absurda pretensión de absorber cada frase y cada palabra, como si por el mero hecho de poseerlas pudiese plasmarlas después con la misma soltura con la que lo hicieron los grandes, los de verdad, y en una combinación perfecta que me fuera a garantizar el éxito.
A este respecto he observado con frecuencia, y es casi seguro que vosotros también, una tendencia a leer por contador, como si a uno le fueran a cobrar las horas de lectura. ¿He de leer más rápido? ¿He de leer más libros? Quizá no voy con los tiempos o, si me apuráis, puede que se trate de una anomalía que poseo y de la cual no he sido consciente hasta que me ha dado por aventurarme en los mágicos mundos de Internet, donde todo el mundo lee un libro al día menos yo.
El caso es que, cuando me encuentro ante el dilema de si leer más rápido o leer más libros, siempre me acuerdo de Sylvia Plath. Se preguntará el lector, con razón, a qué responde tal asociación de ideas aparentemente inconexas. Resulta que la brillante escritora estadounidense tenía por costumbre analizar — y no poco — las obras que caían en sus manos, especialmente las de su marido, Ted Hughes. Era una lectora concienzuda, de las que disfrutan sus lecturas y se obsesionan con ciertos detalles para terminar asimilando e interiorizando buena parte de ellos. En su obra La campana de cristal, Plath nos presenta a una estudiante que obtiene un premio en una revista por el que se puede permitir la estancia en Nueva York durante un mes realizando diversas actividades hasta que, de vuelta a casa, sufre una depresión nerviosa. En dicha novela observamos el estilo de la autora, directo, conciso. Se disfruta de su prosa en cada frase, destila dinamismo y una gran fuerza emotiva que hacen de su lectura una apasionante aventura que no decae, en absoluto, al asomarse al precipicio de la melancolía en la que sería la segunda parte del libro.
Imagen | La crisis de la Historia
He querido detenerme en Plath y destacar la forma en que leía porque la considero una de las mejores escritoras que he tenido el placer de leer. Las costumbres de los escritores son para mí como un arcón lleno de tesoros que las generaciones pasadas guardaron en un desván común para toda la humanidad. En ellos descubrimos, bien a través de sus propios testimonios, bien por medio de biografías realizadas con posterioridad, los hábitos y algún que otro secreto o curiosidad que nos permiten conocerlos a ellos e incluso a nosotros mismos.
En fin, ¿quién no se ha identificado alguna vez con ellos? En multitud de aspectos, en infinitud de detalles… Pero, sobre todo, en la forma de leer, de anotar, de subrayar las frases de aquellas páginas. Con esa concentración que permite leer durante horas sin mirar el reloj y, contemplativa, se abstrae cuando sujetas un libro, con la mirada ausente, perdida en el recuerdo de las últimas líneas que leíste…
Es esa capacidad de abstracción, de asimilación e interiorización de la lectura la que me hace identificarme con muchos de ellos. Su tiempo para leer y escribir no estaba libre de imprevistos, pero ellos aprovechaban también esas interrupciones. Uno ha de disfrutar de la lectura; aprender, si no sabe aún o si lo ha olvidado, que en la reflexión está la clave de las buenas lecturas y que si obviamos ese paso se resentirá nuestra propia identidad. Uno terminará por escribir lo que lee, por no escuchar su propia voz.
No alcanzo a comprender cómo se forma la mente de un escritor que no tiene tiempo para escribir, que cada vez que cierra un libro, abre otro, sin pausa…, sin el temor a ensuciar las hojas del libro que comienza cuando sus manos se encuentran manchadas de tinta, cansadas de imprimir con fuerza en el papel todo lo que a su alma atormenta. Al final no sé qué hacer, si leer más rápido, más libros, o tratar de escribir en un papel todos los tiempos.