Image: Tinta: la sangre de los escritores |
Se dice que Bette Nesmith Graham consiguió que los escritores se libraran por fin de los errores causados por la tinta de sus máquinas de escribir (o cometidos por sí mismos al presionar la tecla equivocada) y que lo logró en su cocina, pero no fue ensayando con productos de alimentación sino debido a su afición artística: pintar motivos festivos en espejos y ventanas.
Cuando un artista está rotulando, nunca corrige sus errores borrando, sino que pinta siempre encima del error. Así que decidí usar lo que los artistas usan. Puse un poco de pintura de agua en una botella, tomé mi pincel de acuarelas y lo llevé a mi oficina. Utilicé eso para corregir mis errores.
No obstante, el invento se llevó a cabo para unas máquinas ya eléctricas, las mecánicas tuvieron que sufrir las iras de sus dueños: mentes atormentadas que no soportaban ni el mínimo fallo. Cuando, después de teclear sin querer o de forma voluntaria una letra, frase o algunas oraciones enteras, el escritor detectaba una errata o decidía, después de varios minutos de minuciosa observación —o en su desesperación— que lo escrito no era digno de ser leído y menos aún de ser conservado, sacaba la hoja del rollo, tirando con fuerza sin haber soltado la palanca, para que el papel padeciera —mediante vil tortura—, los diversos estados de ánimo, siempre enajenados, de su captor quien no contento con golpearlo, letra a letra, desde su privilegiada posición, se resarcía además a gusto rasgándolo, arrugándolo, llenándolo de exabruptos —que no pocas veces alcanzaban la bajeza de realizarse a mano con un lápiz— escupiendo sobre el papel, en los márgenes, cuantos improperios e injurias cupiesen en el extenso vocabulario del escritor antes de que la vulnerable hoja consiguiera, al fin, liberarse de su secuestro. ¡Cuántos folios muertos a manos del escritor y cuántas inocentes páginas impregnadas de rabia! ¡Cuántas! ¡Cuántas!
En honor a la verdad habremos de admitir, sin embargo, que muchos fueron también los párrafos dedicados a la alegría, el amor, la pena, el odio, el dolor y, sí, admitámoslo, por supuesto, la furia. Temas universales como el valor, la amistad, la vida y la muerte escritos con mayor o menor acierto. Y fueron muchas, nunca demasiadas, las líneas que ensuciaron las páginas con, ora fuertes, ora frágiles palabras —significativas, las más de las veces, entre la indecisión constante de si borrarlas o hacerlas existir para siempre— y surgieron sus obras, pervivieron sus voces…
Pero no nos desviemos del tema principal: el proyecto en sí; pues, aparte de que la verdadera escritura se haya convertido paulatinamente en un asunto cada vez más engorroso —sobre todo si uno se plantea llegar a publicar algún día en serio, con una editorial, y no de manera autónoma en la que no pocas veces rige el criterio de todo vale—, siempre ha sido ésta una tarea muy sucia. No basta con abrir un archivo en el ordenador o desde un dispositivo móvil y teclear hasta conseguir dar forma a una historia. Siempre llega el paso ineludible, la fase crucial del proceso: documentarse. Se puede hacer de forma limpia —en digital— u optar por la más difícil: a mano.
Image: El último retorno de carro ¡Clinc! |
En manos del escritor recae toda la responsabilidad de sus textos y ha de ensuciárselas para conseguir una buena obra —una de calidad, escrita con mimo, con cuidado— y no estamos hablando de que uno haya decidido imprimir, no. Se trata de documentarse, el proceso creativo:
Uno anota una idea o un recuerdo vago en un papel. Se decide a encontrar algo de información en la Red pero pronto se da cuenta de que todos los documentos y archivos que han sido subidos —los pocos que conoce y los muchos que circulan por la red profunda, más allá de la supina ignorancia del internauta— rebasan con creces el tiempo de que dispone para recopilar datos —digamos una vida o dos—. Y, ¿qué información es ésa? No me refiero a documentos históricos y redactados por instituciones u organismos de ninguna índole. Más bien, me refiero a TODO lo que uno se encuentra (incluidas conversaciones en foros y comentarios en blogs o debates de cierto tipo en las redes sociales).
Viejos libros polvorientos situados en las baldas más altas, en estantes que no han visto la luz en años nos esperan en las bibliotecas públicas y en las universidades, en sus depósitos, en zonas habilitadas para ofrecer ejemplares monográficos, libros descatalogados y documentos inclasificables. Entonces uno se da cuenta de la dificultad que entraña el querer saber (¡leer!) y opta por lo cómodo (no leer): busca en su propio hábitat los recursos disponibles para ahorrar tiempo —porque nadie quiere estar pendiente de los préstamos, los días pasan y uno está enfrascado en sus cosas, su vida, lo importante—, así que recorre ilusionado los rincones de su biblioteca particular: prensa que mancha con sólo mirarla, acumulada en un rincón, desbordando una caja o colocada directamente en el suelo —que por alguna justificadísima razón decide no tirar a la basura después de leerla (como si la Red fuese a colapsar mañana mismo y se hubiera uno preparado para no se sabe bien qué, pero sospechando que requerirá tener a mano un buen puñado de periódicos)—; revistas viejas, especializadas no, que alguien (porque esto siempre es cosa de otros) guardó dentro de unas cajas en una habitación junto a todo tipo de trastos o en el interior de un garaje húmedo y que uno ha de revisar para cerciorarse de que no sirven para crear su magna obra; libros, antiguos no; sobre todo nuevos, de rabiosa actualidad, de los que sacar valiosísimas citas, frases, sugerencias y demás en cuartillas (sería lo deseable, que terminaran numeradas, grapadas y colocadas en una caja que en principio sólo iba a albergar fichas y notas) o papeles desperdigados, o, mejor aún: pequeños libros manuscritos acerca de las ocurrencias y desvaríos surgidos durante las lecturas; lápices poco gastados a los que sacar punta y fotografiar encima de las cubiertas de los libros para no manchar jamás las hojas del libro; bolígrafos, plumas y estilográficas que no pierden tinta, pero se niegan a hablar (seguramente por falta de inventiva, que no de saliva) y, de nuevo, hay que ir a por más y a por cartuchos de recambio; gomas de borrar que de la falta de uso sirven de eventual obra de arte sobre la mesa (nada de ensuciarlas y posteriormente abandonarlas para que parezcan piedras ennegrecidas por el hollín de una chimenea que no volvió a prender leña una vez apagada); y notas, sobre todo notas, de ideas sin sentido que vagan en olvidos de once, trece, diecinueve letras, escritas a mano o, por esnobismo, con una máquina de escribir, casi a la intemperie; que sobrevive, cubierta sólo a medias por una funda ajada y sucia, en un rincón del escritorio —y cuyas cintas uno ha de cambiar porque las que hay colocadas ya se han secado—, pero que es absolutamente necesario utilizar para alcanzar la inspiración que emana de las letras impresas en el folio (aunque uno no entienda en el momento ni aún después nada de lo escrito).
Sí —¡qué duda cabe—, en manos de uno, del escritor con mayúscula está crear la siguiente cita, el próximo pensamiento, involucrarlo en su historia... y para ello debe indagar, informarse, formarse en sí: leer, investigar acerca de un sinfín de cosas. Debe ensuciarse y ensuciar para crear (sobre todo ensuciar). Da lo mismo si pretende hacerlo en digital, una búsqueda acertada pasa por los formatos físicos. En sucias manos se halla siempre la obra que pervive, la que otros tratarán de emular...